LA FE

1) La fe, un don y un misterio
Me pregunto cómo vivo yo la fe y cómo la alimento, a fin de explicar mi fe y comunicar a los demás mi fe.
También observo y contemplo cómo viven la fe, cómo la alimentan otras personas, cómo la comunican, principalmente las personas pequeñas y las que no son católicas.
Me pregunto por la fe que mamé de mi familia, de la catequesis inicial, de mi formación religiosa y sacerdotal.
Me resultó muy fácil aprender que la fe es un don sobrenatural y gratuito, que es la primera virtud teologal…pero no me fue suficiente.
Cada vez puedo explicar menos qué es la fe. Cada vez me resulta más difícil razonar la fe, fundamentar por qué hay que creer, por qué existe este Dios en quien creo y este Jesús a quien sigo y quiero hacerlo con mayor pasión.
No me parece suficiente decir que “en algo hay que creer”, aunque a lo mejor sea lo más acertado de la sabiduría popular, como la síntesis más simple y más profunda de esa realidad que es la fe. Es como decir algo así: “existo, luego creo”. Como es imposible nacer sin tener madre y padre, es imposible existir sin creer…Me decía ayer un taxista bien criollo, con la biblia protestante abierta en el asiento delantero: “Hay quienes dicen que son ateos. Pero ¿qué tienen en la cabeza para decir que son ateos si tienen vida?” Fue para mí una experiencia de fe.
Hay muchísimas maneras, muchos grados, muchas dimensiones de la fe. Yo no estuve en el lago Perito Moreno del sur, ni vi el desprendimiento fantástico anual de los hielos eternos en el lago. Pero creo que existen. Tengo el testimonio de ciento de personas, en quienes creo.
Mi cuñada Eufemia, quien ya está con el Señor, apenas había hecho un año de escuela en el campo. Pero era muy inteligente, muy informada y comprometida. Recuerdo que pasé por su casa al día siguiente de que el hombre había descendido a la luna. Yo había llorado de emoción junto con las personas con quienes estaba pegado al televisor en negro. Comentando esta experiencia con mi cuñada, me dijo con fuerza y seguridad: “Luis, vos que estudiaste tanto ¿cómo podes creer en esas mentiras de los medios de comunicación?”. Me quedé sin palabras. ¿Cómo podría explicarle a mi cuñada que para mí ese dato era real? Sin embargo, confieso que hoy les creo cada día menos a los medios de comunicación.

2) La fe se hereda.
La fe es un don de Dios, como la vida. También se hereda. No puedo negar que la vivencia fundamental de mi fe la realicé junto a mi mamá. Mujer analfabeta y sabia. De una fe simple, transparente, continua, fiel y coherente. Creía porque creía. Todo lo cotidiano y lo extraordinario lo vivía desde la fe, como lo más natural. Dios estaba en ella, en todos y en todo; y ella estaba en Dios.
Cuando terminé mis estudios y me ordené de sacerdote, yo me creía bastante seguro de mi fe y con fundamentos para explicársela hasta al más ateo. En esos días tuve un diálogo, definitivamente marcante para mi vida, con mi mamá. Estábamos solos en el comedor, en una tarde de calor. Me animé a decirle con la mayor dulzura posible y con seguridad de teólogo bien aprendido: “mamá, vos sos una persona de Dios, pero permitime que te diga que esas curaciones de empacho con la cinta y otras cosas más que haces, están contra la moral católica, es superstición. ¿Sabés por qué? Porque todo efecto debe tener una causa suficiente. Midiendo con una cinta no es una causa suficiente como para curar una indigestión”… Mi mamá me miraba conmovida por mis grandes conocimientos y atinó a decirme: “¿Recordás lo que te contamos sobre las serias dificultades que tuviste para nacer? Porque en el campo no teníamos médicos. Estaban muy lejos, en la ciudad. La ciencia viene de Dios. Ojalá que haya más médicos. Pero cuando no tenemos, Dios quiere que curemos en su nombre. Porque Dios tiene también mucho cariño por los más pobres”. Después de escucharla sentí que se quebraba en mi interior toda la seguridad que me había dado el largo estudio. Sentí una gran rebelión y quise mandar al diablo toda la minuciosa teología moral que había estudiado.
Las primeras experiencias de Dios son fundamentales en la consolidación de la fe. Cuando tenía unos ocho años comencé la escuela en el campo. También inicié la preparación para la primera comunión: Nilda, una chica de la chacra vecina me enseñaba el catecismo de 99 preguntas. Yo no sabía leer, pero ella me hacía memorizar las preguntas y respuestas, hasta que me dormía de aburrimiento. Recuerdo que no entendía absolutamente nada de lo que repetía, pero me quedó para siempre en el alma algunas cosas. ¿”Dónde está Dios?”. “En el cielo, en la tierra y en todo lugar”. “Esta en el corazón aquí a nuestro lado, en tu bolsillo”, me decía Nilda con fe ardiente. Pero lo que más me quedó del catecismo fue su testimonio: para ella, enseñarme el catecismo era como un acto de amor, como contemplar la maravilla de un Dios que tomaba posesión y se encarnaba en el corazón y la vida de un chico simple de campo, cuyo mundo eran los chanchos, las gallinas, alguna vaca, los pajaritos, horizontes sin límites y el perfume del trigo y del lino.
Después vinieron mis experiencias de monaguillo, mascando las palabras latinas de la misa y aprendiendo ritos incomprensibles y extraños; vinieron mis experiencias de seminarista y de religioso. Claro que todo esto también fue una gracia para mi formación cristiana, pero no precisamente para la vivencia y el alimento de mi fe. La liturgia, el oficio divino, la oración comunitaria y los ritos litúrgicos, con su rigidez e inmovilidad, pueden matar la experiencia de Dios. Solamente tienen sentido cuando cultivan el espíritu de fe. Lamentablemente la oración oficial negaba y hasta despreciaba aquella experiencia original, familiar y popular. ¡Cuántos esfuerzos costó desmontar todo lo construido artificialmente para reencontrarme con aquella experiencia fundante de fe! Todavía hoy se sufren algunas consecuencias.

3 ) La fe como proceso de despojo y de maduración.
El desarrollo posterior de la fe fue principalmente una experiencia de despojo progresivo y de lo más impensado. La fe se robustece cuando no hay más razones para creer, cuando caen por tierra las pocas certezas, convicciones y seguridades que uno fue elaborando. A veces se tiene la impresión de que uno estaba creyendo en un dios totalmente inexistente, falso, en una imagen fabricada por manos humanas, acorde con nuestras ideologías, nuestras ambigüedades, nuestro orgullo y egoísmo; en un dios a nuestra medida. Son nuestras experiencias de pecado, de profundas limitaciones, de injusticias sufridas, de fracasos, las que nos dan la sublime posibilidad de crecer en Dios.
Una vez experimenté la muerte, no la de mi cuerpo (que la deseaba), sino la de mi identidad, del sentido de mi existencia en este mundo. Me sentía suspendido de un hilo frágil desde el vacío del cielo. Misteriosamente surgió del núcleo de mi ser algo así como un grito o una plegaria o una confesión o un reto: “Dios mío, si querés destruime; pero quiero que sepas que te amo y te seguiré amando…” Experimenté la sensación de haber realizado el primer acto de fe auténtico. Me alimentó por mucho tiempo. Entonces fue que descubrí la dulzura y consuelo de muchos salmos, leídos no en latín, sino en mi lengua materna, en la traducción de Schoedel. El Evangelio me pareció recién descubierto.
Pasaron los años, con sus tantas experiencias gratificantes y sus tantos dolores no soñados. Me creía asentado en la fe. Pero descubrí que apenas había iniciado un camino. La vida me fue despojando de infinidad de certezas adquiridas que me parecían irrenunciables. Ahora entiendo que mi fe es creer en lo que sucederá, en lo que me viene dado sin buscarlos y sin quererlo. Ni siquiera puedo pretender despojarme por mi cuenta. “cuando eras joven, te vestías vos mismo e ibas a donde querías; cuando sea viejo, otros te vestirán y te llevarán a donde no quieras”. Es como decir: antes tenías una fe y un amor adolescentes; cuando te despojan, serás maduro.
No hay mayor despojo que el amor. No hay mayor amor que dejarse despojar. Yo siempre quise amar con todo mi corazón a Dios, a la gente, al mundo. Pero quise amarlos yo, como yo creía que era amar. Ponía etapas al amor, establecía condiciones. Hacía esfuerzos para amar. ¡Qué difícil tarea!. Fui comprendiendo duramente que creer y amar a Dios, a los demás, a las cosas, era más bien dejarse invadir serenamente (y, a veces, impetuosamente) por la iniciativa de Dios, por el incomprensible misterio de las personas (principalmente de las más cercanas, de las más amigas o enemigas) y por la sorpresa de los acontecimientos. “Yo soy el que vas a experimentar”, me dice Dios. “Yo te voy a decir cómo quiero que me ames, voy a poner a prueba tu amor”, me dicen los demás y la sucesión de los minutos y los días.
¿Qué es tener fe para mí, hoy? Estar serenamente abierto al Dios que se me va revelando, sin razonar ni disentir mucho. Pero éste es un nuevo camino, quizás el más difícil. No estoy tan dispuesto al continuo despojo, principalmente de algunos criterios, obstinaciones, afectos, muchas veces semi inconscientes. Pero creo que el mismo Dios que me acompañó y me amó ayer, estará mañana conduciéndome a la madurez del amor. Porque, en definitiva, tener fe es amar, amar hasta el extremo.

4) La fe es creer, amar y seguir a Jesucristo y todo le interesa a El.
Para nosotros, cristianas y cristianos, creer y amar a Dios no es posible si no es creyendo y amando a Jesucristo y todo lo que Jesús cree y ama, y lo que a El le interesa. No hay otro Dios que aquél que se reveló en Jesús.
Nuestra vocación cristiana consiste en seguir a Jesús, por tanto, no podemos creer ni amar de otra manera que no sea como El.
Toda la problemática de la fe, sus crisis, sus dudas, se resuelven existencialmente contemplando y siguiendo a Jesús hasta el despojo supremo de la cruz, como fuente definitiva de la vida nueva resucitada.
Amo a Jesucristo, quiero seguirlo cada día más decidida y generosamente. Me resultó siempre consolador y estimulante decir: “Te amo Jesús, quiero seguirte”, pero también esta convicción entró en crisis. Era yo quien decidía amarlo y seguirlo como me parecía. Fui descubriendo que Jesús es algo más que una hostia consagrada, una persona histórica, hombre-Dios, que me fascinó. Jesús es también todo lo que a El le interesa, todo aquello por quien derramó su sangre. Cada persona, principalmente la más alejada y desgraciada, toda la creación que sufre dolores de parto hasta lograr su liberación, son parte del cuerpo místico de Jesús. Creer en Jesús, amar a Jesús, seguir a Jesús, es creer, amar, sentir, tener compasión y misericordia por cada hermana/o, por todas las cosas. No puedo creer y amar a Dios, a Jesús (a quienes no veo) si no creo y amo a mi hermana/o, a los miembros todos de mi familia, de mi fraternidad, de mi comunidad cristiana, a toda persona y a toda la naturaleza y a todo acontecimiento (a quienes sí veo, siento y sufro).
Fui descubriendo que el horizonte de la fe y del amor no tiene límites. Es un proceso permanente, muchas veces sorpresivo. Creer y amar es ser fiel hasta la muerte a ese proceso que nos centra en el auténtico camino de humanización y divinización.
Ahora entiendo mejor a Francisco de Asís, cuando se expresaba tan simple, tan profunda y tan vitalmente con estos sentimientos más que con palabras: “¿Quién soy yo y quién sos vos, mi Dios?”, “mi Dios y mi todo”. Había sido llevado al despojo absoluto, al desposorio radical con Dama Pobreza, que le hacía llegar al límite de la fe para entrar en la contemplación mística, que es el amor. Porque la fe y la esperanza pasarán. El amor permanecerá para siempre. Ya no veremos como en un espero empañado, sino cara a cara.

5) La fe es un don que se debe cultivar sin descanso.
Señor, aumenta nuestra fe.
Nuestro problema en la vida cristiana y en la vida consagrada es que fácilmente damos por supuesto nuestra fe, damos por asentado que tenemos fe. Es cierto que tenemos fe, pero ¿qué tipo de fe? ¿Es una fe infantil, adolescente, ambigua, raquítica, fe en un Dios de bolsillo, falso?
No puedo creer hoy como creía ayer, porque creer es un proceso, es creer en el Dios que se va revelando, es creer en Jesús. Por eso la fe es también un cultivo atento y perseverante de las fuentes de la fe: la oración del corazón, la escucha orante de la Palabra de Dios, el amor creciente al prójimo, el espíritu de comunión, de reconciliación y de paz, el compromiso con la justicia, la Eucaristía, la contemplación mística de la realidad, de los acontecimientos, de la vida y de los nuevos desafíos de la historia…
Padre y Madre Dios: tené piedad de nosotros
Jesús: aumentá nuestra fe.
Espíritu de Dios: hacenos pronunciar Abbá y decir Jesús con el corazón, con la vida y con nuestras actitudes de amor.
¡Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo!
En vísperas de la fiesta de Santa María de los Angeles, la contemplamos con gozo porque ella fue la mujer creyente, la feliz porque creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor.
¡María, acompañamos siempre en nuestro itinerario de fe! Amén.

De nuestro querido Luis Coscia.
(En el año de la fe y de Jesucristo. 1/8/1997)